Esperaba mi desayuno en una fonda fuera del mercado de Oaxaca.
Un niño se acercó a venderme alebrijes, esas figuras de madera que representan animales oníricos, con un acabado de colores vivos y motivos intrincados.
Rechacé la oferta del niño sin poner mucha atención.
“No gracias, no estoy interesado.”
Volví a sumergirme en las anotaciones de mi diario.
El niño discurrió entre las otras mesas, entonces, cuando estaba a varios metros de distancia, me sentí observado.
Levante mi cabeza explorando mi alrededor, hasta encontrar el origen de la mirada.
Desde la canasta de alebrijes, un coyote de madera me miraba sonriendo.
Me hubiera parecido extraña la aparición repentina del pequeño coyote, pero me he acostumbrado a las cosas inexplicables.
De cualquier forma resultaba coherente su saludo, mi hijo nació bajo el nahual del coyote, y desde entonces coyotes reales y soñados aparecen continuamente en nuestras vidas.
Llame al niño, y le pedí ver la talla de madera.
Me sorprendió que lejos de los motivos puntillistas que son comunes en los alebrijes, este tenía un motivo de flores grandes, que me recordaron las flores que mi abuelo pintaba en sus yugos y carretas.
Estuve por devolverlo a la canasta, pero el coyote me miró con súplica.
Entendí que llevarlo conmigo no implicaba condenarlo al desarraigo. Por el contrario, su viaje, cuyo destino final ignoro, requiere este paso por nuestro hogar y nuestra historia.
Intuyo que el día que yo sea llamado a Xibalbá, ahí estará el pequeño coyote floreado, y se encargará de reunir a nuestra familia cuando estemos todos en el inframundo.
Por ahora me acompaña en este viaje.
Sonríe y me observaba con condescendencia, con la mirada de quien sabe cosas que no puede revelar.