Hace un par de años, en plena pandemia habíamos hecho un ensayo de desfile, dedicamos un par de tardes a fabricar un farol con una caja.
La noche del 14 de septiembre dimos vueltas alrededor de la casa de la mamá de Luciano.
Al final los tres entonamos algunos himnos patrióticos que más o menos recordábamos.
Así que dejando de lado aquel ensayo, este año fue el primer desfile de faroles de Lu.
Como siempre nuestra comunidad resulta particular.
Se habla en diferentes idiomas durante el desfile, los residentes extranjeros que participan, viven como suya esta celebración de la independencia que carece de aires militares o formalidad.
Creo que por eso siempre disfruto de los desfiles de faroles. Es una tradición profundamente lúdica, caminar al abrigo de la noche húmeda de septiembre, iluminando la calle con faroles de colores.
No creo en los nacionalismos, me resulta incomprensible sentir orgullo por algo que uno no elige ni es producto de un esfuerzo personal, como nacer en un territorio definido por límites aleatorios. Y sin embargo, sí vivo y comprendo el sentido de pertenencia.
Llevo aquí ya unos siete años. Este pedazo de mundo es el lugar donde he decidido criar a mi hijo, este es mi pueblo, mis únicos referentes nacionales.
Al día siguiente, Lu y yo decidimos pasar de los desfiles que llenan el pueblo. Vamos a caminar al bosque.
De repente mi niño identifica en el suelo el fruto de un ocotea, me dice:
“Este es de un árbol muy importante, y quedan muy pocos”.
Me hace recoger la semilla del fruto caído.
“Vamos a sembrarlo, mi mamá se va a poner muy feliz”
Yo asiento, y comprendo que el bosque es nuestra única patria.