Las luces del automóvil son cuchillos que arrancan las formas a la oscuridad de la noche.
Conduzco sobre la interamericana norte.
Los árboles a los costados de la carretera aparecen secos, abatidos por el calor de este verano que amenaza con no tener fin.
El año pasado ya fue caliente.
Las lluvias tardaron en llegar y fueron escasas.
Esta noche he topado con tres incendios forestales sobre la ruta.
En uno de ellos tuve que esperar por espacio de treinta minutos, mientras los bomberos garantizaban la seguridad del paso entre la llamas.
Una ceniza negra y pesada flotaba en el aire.
Los rostros de los bomberos sudaban copiosamente, y sus ojos eran ventanas abiertas al cansancio.
Pero eso fue hace muchos kilómetros.
Ahora el aire entra fresco por las ventanas abiertas del auto.
Llegaré a destino sobre la medianoche.
Mañana mi hijo dormirá conmigo. Pasaré a buscarlo a la escuela, tomaremos el almuerzo juntos, y seguramente jugaremos a lanzarnos la pelota antes que termine la tarde.
Yo no recordaré esta tierra castigada por la sequía, ni el fuego, ni los hombres que lo combaten, o el hecho que la temperatura global asciende cada año, y que quizá debiera sentirme culpable por traer a la vida unos ojos nuevos, que verán como en unas pocas décadas, el mundo se transforma y arde consumido.