Era nuestra tarde padre e hijo.
Un perro apareció afuera de la cafetería, se encaprichó con Luciano y comenzó seguirnos.
Supuse que pronto se cansaría de nosotros. Estábamos por lo menos a tres kilómetros de la casa, y por lo general los perros callejeros carecen de perseverancia.
Luego de varios metros de caminata logré verlo en detalle.
Cojeaba. Las patas de atrás realizaban un movimiento tieso y carente de gracia a modo de pasos.
Noté lo que interpreté como las cicatrices de una intervención.
Era un perro viejo que claramente había visto tiempos mejores. Quizá e incluso habría conocido el afecto.
En el cuello, donde alguna vez había un collar con un nombre, se percibía lo que parecía un tumor hinchado como un globo.
En sus ojos opacos se adivinaba el principio de la ceguera.
Ese último detalle resonó en mi interior.
Me imaginé privado de mis gafas, dejado a la suerte de mi miopía, recorriendo las calles. Tratando de encontrar un rostro conocido en la procesión de sombras que me permiten ver mis ojos desnudos.
Llegamos a casa con las últimas luces del día.
Me dije a mi mismo:
“Si no le doy agua o comida terminará por marcharse”
Cerré la puerta de la casa y procuré que Luciano no tuviera oportunidad de jugar con él.
“Mañana se habrá ido”
Esta mañana me despertaron sus aullidos dolorosos. Había dormido frente a la puerta.
Es una situación imposible.
Recién me he mudado por unas semanas, mientras resuelvo un lugar más permanente.
No hay espacio ni permiso del casero para tener un perro.
Tampoco tengo una idea clara de cuál será mi futuro una vez abandone esta casa y vuelva a recorrer las calles buscando un nuevo lugar donde dormir.
No tengo alternativas, debo deshacerme de este animal tullido que no ha sido invitado.
No importa su mirada en sombras.
Le pedí a mi hijo que entre en la casa.
Es una orden ingenua, un esfuerzo inútil para proteger a mi hijo de la crueldad implícita de ser adulto.