Todos los relatos concuerdan en el principio.
Todo comenzó como una línea roja que atravesaba la ciudad, definiendo lo que se dio a conocer como el “área segura”. Atrás de esa línea se levantaban las fuerzas del caos, aquel que la traspasara la hacía bajo su propia responsabilidad.
El problema mayor era la fuerza humana necesaria para hacer funcionar el centro de la ciudad, su totalidad provenía de la periferia. Este era el resultado de décadas de políticas que habían convertido el centro urbano en un lugar de paso.
Sin embargo los dirigentes no cedieron en su empeño por convertir la pequeña capital en una ciudad del futuro.
Como respuesta al crimen y la pobreza que afeaban el entorno de la zona delimitada por la Línea roja, se inspiraron en la ciudad que los árabes construían en el desierto, que coincidentemente se había dado en llamar The Line.
Levantaron gigantes paredes de espejos por orden del Alcalde Eterno.
Los del exterior sólo verían reflejada su miseria, de lo que no habían tenido la voluntad de levantarse, mientras los habitantes respetables sólo verían el reflejo de su grandeza.
Sin embargo la crisis del clima hizo inmanejable la vida en el exterior.
Hartos de escuchar los reclamos, los habitantes de la ciudad decidieron cerrarla, y solo recibir a los distinguidos visitantes de otras ciudades civilizadas que viajan por aire al interior de la fortaleza de espejos.
Los años pasaron, las lluvias torrenciales que arrastraban todo en el exterior, daban paso a estaciones áridas.
Hasta que día simplemente dejo de llover, los desiertos de sal se extendieron hasta convertir lo que alguna fueron archipiélagos, en cadenas montañosas.
Dejaron de llegar los visitantes aéreos.
Finalmente, algunos movidos por el hambre y la curiosidad, forzaron su entrada al otro lado de la línea.
Encontraron una ciudad calcinada, en las calles monigotes resecos y sin vida que alguna vez fueron sus habitantes.
Así escuché la historia, a la sombra de los espejos devastados que alguna vez fueron el perímetro de la capital.